-Pues no -replicó Rasumikhine-. Entonces ha ido al domicilio de ese general y ha exigido ver al jefe de su esposo, que estaba todavía a la me- sa. En este momento, Raskolnikof descubrió en un rincón, entre la cómoda y la ventana, una capa colgada en la pared. Pues sepa usted que vine. Tienen siete hijos. La chiquilla parecía estar por completo inconscien- te; había cruzado las piernas, adoptando una actitud desvergonzada, y todo parecía indicar que no se daba cuenta de que estaba en la calle. -Buenas tardes, Alena Ivanovna. Reflexione. Nastasia permanecía en el último escalón, con una luz en la mano. Y ahora, mi querido Rodia, te abrazo mientras espero que nos volvamos a ver y te envío mi bendición maternal. -pensó-. Uno de los hom- bres había dicho que debían llevarle a la comi- saría. -No le digo lo contrario..., pero no estoy preparado para discusiones filosóficas. Noso- tros tenemos la ventaja de que sabemos lo que se debe traducir. Desde hace dos años no cesa de insistir en que yo acepte sus mil rublos como préstamo con el seis por ciento de interés. Raskolnikof dejó el hacha en el suelo, junto al cadáver, y empezó a registrar, procu- rando no mancharse de sangre, el bolsillo dere- cho, aquel bolsillo de donde él había visto, en. Em- pecemos por arriba. -Iré a ver a la patrona -dijo Pulqueria Alejandrovna- y le suplicaré que nos dé a Du- nia y a mí un rincón cualquiera para pasar la noche. Ha dicho que por qué han lavado la sangre, que allí se ha cometido un crimen y que él ha veni- do para alquilar una habitación. Sin duda, no me expreso con la amabilidad y deli- cadeza con que él se expresó, pues sólo he rete- nido la idea, no las palabras. Aunque concentrado en sí mis- mo y ajeno a cuanto le rodeaba -le explicaba Sonia en una carta-, miraba francamente y con entereza su nueva vida. Los dos callaron. Ya que es usted tan generoso, ese dine- ro... -Es para usted y sólo para usted, Sonia Simonovna. -Sí -convino Porfirio, mirándole seria- mente, con los ojos entornados-. Raskolnikof, inclinado hacia el sótano, escuchaba, con semblante triste y soñador. En la pared del fondo había una puerta cerrada. ¿Y yo? Porfirio no es tan tonto como tú crees. ¡Tanto como te he habla- do de ella en mis cartas! Pero si usted no me mata... Sus ojos centellearon y dio dos pasos más. Sonia miraba en silencio al visitante, ocupado en examinar tan atentamente y con tanto desenfado su aposento. Yo, naturalmente, no comprendí sino una pequeña parte de sus comentarios, pero Dunia me ha dicho que, aunque su ins- trucción es mediana, parece bueno e inteligen- te. Pero en seguida se acordó del juicio que acababa de expresar sobre tal hermano, y enro- jeció hasta las orejas. Pero ¡qué vergüenza hacer una cosa así! -Pero oiga usted, óigame, amigo mío: si sé todo esto es sólo por usted. ¿Cree usted que puedo poner a mi hija en manos de un hombre como usted? La oscuridad es completa; el lugar, adecuado; el momento, propicio... Pero ya veo que no quie- res venir. Seguidamente le dijo que. ¿Cómo no se ha de confun- dir, con los procedimientos que se siguen y que son siempre los mismos? Casi corría, con la intención de volver a su casa. Allí esta- ba la ventana del rellano del primer piso. -¿Un pensionado? -Perdone, pero ¿no podría usted abre- viar y explicarme el objeto de su visita? terme a aceptar deberes que son incompatibles con mi... -Deseche esa vana susceptibilidad, Piotr Petrovitch -le interrumpió Dunia con voz algo agitada- y muéstrese como el hombre inteligen- te y noble que siempre he visto y que deseo seguir viendo en usted. Uno de estos casos terminó del modo más escandaloso en contra del denuncia- do; el otro había tenido también un final su- mamente enojoso. En su ves- timenta predominaban los tonos suaves y cla- ros. ¡Qué espantosos sufrimientos habían so- portado algunos de aquellos reclusos, los vaga- bundos, por ejemplo! "Este no dice una palabra de verdad", pensé... Me refiero a Mikolka. los negué. La concurrencia se agitaba. Acaso sea ésta la última vez que te hablo. Su aparición en la estancia, entre la miseria, los harapos, la muerte y la desesperación, ofre- ció un extraño contraste. La hab- ía preparado para lavar por la noche la ropa interior de su marido y de sus hijos. -No quiero para nada su amistad, la desprecio. Con esta mirada, Sonia esperaba captar alguna expresión que le demostrase que se hab- ía equivocado. ¡Los muy canallas! -Está prohibido armar escándalo en la calle. «Tal vez esta mujer es siempre así y yo no lo advertí la otra vez», pensó, desagrada- blemente impresionado. Le aseguro que más de una vez he la- mentado que su hermana no naciera en el siglo segundo o tercero de nuestra era. Es increíble. ¡Es usted un hom- bre cáustico! Era un viejo edifi- cio de tres pisos pintado de verde. Raskolnikof salió en pos del desconocido. zo-: ¿Cómo no ha de estar uno pálido cuando no come? ¿Es posible que no haya nadie en la casa? Entonces vivíamos en un helado cuchitril. Sin duda, había allí gente que jugaba a las cartas y toma- ba el té. Ya sabe usted cómo puede trastornar el. Duerme a pierna suelta y con perfecta tranquilidad. Gracias a su deta- llada exposición, Andrés Simonovitch, se ha hecho la luz en mi mente. Finalmente, le he contado la his- toria de Sonia Simonovna sin omitir detalle, y esto le ha producido un efecto del que no pue- de tener usted idea. Inmediatamente, lo leyó-. -¡Subid! Si lo hizo fue por miedo. Acabará perdiendo la cabeza, ya lo verá. Se proponía reunir algún dinero durante los tres o cuatro años siguientes y lue- go trasladarse con la familia de Rodia a Siberia, país repleto de riqueza que sólo esperaba bra- zos y capitales para cobrar validez. ta para cubrir sus necesidades. Estuvo un momen- to vacilando. -preguntó vivamente, como si acabara de volver en sí. Ahora voy por Zosi- mof para que le eche un vistazo. samiento, que puede predecir todas mis res- puestas -añadió, dándose cuenta de que ya era incapaz de medir sus palabras-. En vista de ello, hacen su- bir a una campesina de cara rubicunda, con muchos bordados en el vestido y muchas cuen- tas de colores en el tocado. -¡Señor! »Y todo por culpa de Marfa Petrovna, que se había apresurado a difamar a Dunia por toda la ciudad. Raskolnikof volvió inmediatamente a su casa. Noso- tros deseamos la libertad de la mujer, y usted, usted sólo piensa en esas cosas... Dejando a un lado las cuestiones de la castidad y el pudor femeninos, que a mi entender son absurdos e inútiles, admito la reserva de esa joven para conmigo. -gritaba a la hermana y a la madre-. El caso es que dije que vendría a casa de Rasumikhine "al día siguiente". ¡No pasará nada! Ese reloj va adelantado.», Pero también esta vez tuvo suerte. Catalina Ivanovna se llevó a Lidotchka y al niño a un rincón -el de la estufa- y allí se arrodilló con ellos. Después echó a correr escaleras abajo y yo fui tras él, bajando los escalones de cuatro en cuatro y lanzando juramentos. « Es un conspirador político: estoy segu- ro, completamente seguro -se dijo con absoluta convicción Rasumilchine mientras bajaba la escalera-. Confíe en mí en este asunto y créame capaz de ser imparcial en mi fallo. -repuso Lujine, herido en su amor propio-, son sumamente significativas. ¡Levántate ya! Parecía un poco avergonzado. También ella se sentía feliz. No lo creo en absoluto. Cuando se los daba, ya debían de haber llegado ustedes... Por cierto que habría sido preferible que llegasen mañana... Hemos hecho bien en marcharnos... Dentro de una hora, co-. « En todos estos días -se dijo Raskolni- kof- no me ha dirigido ni una palabra ni una mirada.». «Si, como crees, has procedido en todo este asunto como un hombre inteligente y no como un imbécil, si perseguías una finalidad claramente determi- nada, ¿cómo se explica que no hayas dirigido ni siquiera una ojeada al interior de la bolsita, que no te hayas preocupado de averiguar lo que ha producido ese acto por el que has tenido que, afrontar toda suerte de peligros y horrores? Verdaderamente, es usted un hombre irónico... No, no; no volveré a este asunto... Pero sí, pues las ideas se asocian y unas palabras llevan a otras palabras. Y poco des- pués: «Éste es el departamento del segundo donde trabajaban Nikolachka y Mitri. -Eso lo ignoraba -respondió Dunia se- camente-. Lo que Piotr Petrovitch nos dice en su carta y lo que tú y yo hemos sospechado acaso no sea verdad; pero usted, Dmitri Prokofitch, no puede imaginarse hasta qué extremo llega Rodia en sus fantasías y en sus caprichos... No he tenido con él un momento de tranquilidad, ni cuando era un chiquillo de quince años. Además, se da muerte a un secretario de. Era una impresión de la infancia, que había ido acrecentándose con el tiempo. -exclamó, súbitamente aterrada-. Pero estos detalles eran familiares a nuestro héroe y, por otra parte, no le disgustaban: en aquella oscuridad no había que temer a las miradas de los curiosos. -¿De modo que usted se cree capaz de hacer frente con serenidad a una situación así? Esta circunstancia. ¿Dónde va a esconderse la virtud...? Después de haber leído varias líneas, Rodia frunció las cejas y sintió como si una garra le estrujara el corazón. ¡Qué des- graciada soy...! «A lo mejor, lo he trastornado con mi charla se dijo. Rasu- mikhine se molestó. Ya se ve que están usadas, pero durarán todavía lo menos dos meses. Piotr Petrovitch estaba serio y amabilí- simo. ¿De dónde los he sacado? No digo esto por usted, que tiene una opinión personal y la sostiene con toda franqueza. Algunos llegan incluso a no considerarlos como tales, del mis- mo modo que no admiten nada de lo que con- cierne a la familia... Pero ya hablaremos de eso más adelante. Me seduce lo que su situación tiene de fantástica. El gendarme había retrocedido: sin atreverse a acercarse a Nicolás, se había retirado hacia la puerta y allí permanecía inmóvil. Ciertamen-. Un trastorno físico, sencillamente. en cuestiones de etiqueta, se retrasó un momen- to en el vestíbulo para quitarse el sobretodo. En cuanto a los grilletes, ni siquiera notaba su peso. Volveré en seguida. Hace dos días, un señor literato comió en una taberna y pretendió no pagar. Sin duda, esto no era sino una simple coincidencia, pero su ánimo estaba dispuesto a entregarse a una impresión obse- sionante y no le faltó ayuda para ello. Transcurrieron cinco minutos. ¿Cuántos había? Yo necesitaba saber, y cuanto antes, si era un gu- sano como los demás o un hombre, si era capaz de franquear todos los obstáculos, si osaba in- clinarme para asir el poder, si era una criatura temerosa o si procedía como el que ejerce un derecho. -¡Qué ruindad! Desde luego, ese do- cumento no me preocupaba lo más mínimo. --exclamó Rasumikhine, co- giendo de súbito a su amigo por un hombro-. Las huellas acusado- ras habían desaparecido, pero el mango estaba todavía húmedo. ¿Comprende, señor capitán? No había nada tuyo en su casa. -¡Dios sea loado! Perdió la cal- ma: los hechos lo demuestran. Díga- me, ¿en qué términos transmitió usted mi pen- samiento a Rodion Romanovitch? ¡Comparo mi interés por usted con lo que. Adiós. -Pero ¿y si no le vienen bien?-preguntó Nastasia. -le preguntó Dunia. No hay ningún otro lugar donde el alma humana se vea sometida a influencias tan sombrías y extrañas. Yo, entre tanto, salgo de detrás del mostrador. Llegó ya muy avanzada la mañana. El otro no respondió. -¿A qué viene esa pregunta? Con-sidere las admirables comodidades que ofrece a to-dos esta combinación, a usted, a mí y al lector. Estaban al corriente de su vida y conocían su dirección. Y ahora escuchen. ¿Dónde está la vecina? Me gustaría saber si el señor Lujine está conde- corado. A pesar de su tendencia innata a la obe-. Aquí lo tienes; tengo el honor de de- volvértelo. Ya sólo les separaba un piso. १.७ हजार views, ३१ likes, ० loves, ० comments, ९ shares, Facebook Watch Videos from Comicos Ambulantes Antiguos: Comicos Ambulantes Antiguos - Tornillo Oee Juan. Pasó a la sala lentamente, andando de puntillas. Los mujiks entonan una canción grosera acompañados por un tamboril. Estás pálido, las manos le tiemblan. La llevé yo de aquí para poder escuchar más cómodamente. Varias cosas sorprendieron a los magistrados y jueces instructores, pero lo que más les extrañó fue que el culpable hubiera escondido su botín sin sacar provecho de él, y más aún, que no solamente no se acordara de los objetos que había robado, sino que ni siquiera pudiera pre- cisar su numero. ¡De ningún modo lo permitiré! ¿Qué me dice usted de la expresión? A veces se limita a aparecer frío e insensible, pero hasta tal extremo, que resulta inhumano. Si usted quiere, no, pour vous plaire... En resumen, que no lo puedo afirmar. Además, Raskolnikof, mientras le hablaba, evi- taba que sus ojos se encontraran con los de ella. -Hubo una escena extraña entre noso- tros, Rodion Romanovitch, la última vez que nos vimos. Y sacó el pañuelo para limpiarse un hili- llo de sangre que resbalaba por su sien. « ¡Qué ocu- rrencia! Uno de ellos mencionó la comisaría. Aquel día se había propuesto hacer un ensayo y su agitación crecía a cada paso que daba. Se había acercado como todos los demás, a Ras- kolnikof y le había examinado durante su des- vanecimiento. ¿Debo abrir o hacerme el sordo? Díganme: ¿me creen o no me creen? Si un hombre, un adolescente, sea el que fuere, se imagina ser un Licurgo, o un Mahoma (huelga decir que en potencia, o sea para el futuro), y se lanza a des- truir todos los obstáculos que encuentra en su camino..., se dirá que va a emprender una larga. ¿Sabe usted que soy un poco místico? «Aquí estoy escuchando canciones -se dijo- Pero ¿es esto lo que debo hacer?» Además, comprendió que no era éste su único motivo de inquietud. El hecho de que haya podi- do soportar al señor Svidrigailof y todas las complicaciones que este hombre le ha ocasio- nado demuestra que, en efecto, es una mujer de, gran entereza. La mayoría de ellas eran de asombro, pero algunas fueron proferidas en un tono de amenaza. -Adiós, Rodia. khine, que se disponía a entrar en el salón de té. -Cierto, ya sé que no era gusano -dijo Raskolnikof, mirando a Sonia con una expre- sión extraña-. Aun- que parezca extraño, se había serenado de súbi- to. Raskolnikof se volvió a sentar y paseó una silenciosa mirada por la habitación. ¿De qué tienes miedo, so tonto? Sí, todas empiezan como ésta... Pero ¡qué me importa a mí! ¿Dónde vive? una seguridad tan absoluta y adquirida tan rápidamente, que no era posible que la confe- sión de Mikolka hubiera podido quebrantarla. Jamás he estado tan convencido de ello como ahora. La simple idea de esta sospecha me parece un disparate. »María Petrovna quedó por segunda vez estupefacta, como herida por un rayo, según su propia expresión, pero no dudó ni un momento de la inocencia de Dunia, y al día siguiente, que era domingo, lo primero que hizo fue ir a la iglesia e implorar a la Santa Vir- gen le diera fuerzas para soportar su nueva desgracia y cumplir con su deber. de desbancar a Lujine y obtener la mano de Avdotia Romanovna. ¿Qué necesidad tenía usted de venir entonces? Y se echó a reír ante semejante puerili- dad. ojos un relámpago de cruel ironía. No, hay que buscar otra expresión más fuerte, más significativa. Piotr Petrovitch se desternillaba de risa. No tardaré más de tres días en conseguirle un billete. En cuanto a la bella dama, la tempestad que se había desencadenado sobre ella empezó. ¡Te juro que te lo agradecería! Pronto cayó en un sueño que tenía algo de delirio. de rechazar entró inmediatamente tras él y le cogió por un hombro. Al oír estas palabras, Piotr Petrovitch se, -Las ofensas que he recibido, Avdotia, Romanovna, son de las que no se pueden olvi-. Hacía tiempo que no había caí- do ni una gota de agua. -Pero ¿qué quiere usted? En este momento entró ruidosamente un oficial, con aire resuelto y moviendo los hombros a cada paso. ¿tendría motivos para inquietarse si se le de- nunciaba cuando emprendiera algún negocio? Al fin llegó a la planta baja y salió a la calle. te, pareció haber intervenido en todo ello la fuerza del destino. Lo que quería decirle es que le he observado a usted varias veces en la calle. yo hubiéramos estado allí, usted estaría ahora en la cárcel, ¿no es así? ¡Yo lo pagaré todo! Si hubiera sabido esto antes, lo habría hecho detener.» En seguida salió precipitadamente del despacho, llamó a alguien y se puso a hablar con él en un rincón. Al pasar por el piso de la patrona dirigió una mirada a la cocina, cuya puerta estaba abierta. ¿Cómo va usted a salvarlo? ¿Qué importa? La joven no pudo menos de echarse a reír al advertirlo. ¡Pero qué moralista es us-. decía adiós para siempre, pero que si volvía hoy te diría quién mató a Lisbeth. separarte de ella. Cuando se dio cuenta de ello, se sintió tan apenado, se apoderó de él tal angustia, que se imaginó que era el asesino. La lógica no basta para per- mitir este salto por encima de la naturaleza. De la conversación que ha sostenido con él se desprende que se va a casar con la hermana de Rodia y que nuestro amigo se ha enterado de ello poco antes de su enfermedad. La verdad siempre se encuentra; en cambio, la vida puede enterrarse para siem- pre. 445 Likes, TikTok video from peruanolat (@peruanolat): "#pompinchu #comicos #humor #reir #viral #parodia #chistes #vender". Y golpea al animal con todas sus fuer- zas. Porfirio no revela a nadie sus pensamientos pero sólo interroga a los que tenían algo empe- ñado en casa de la vieja. -Es un poco más comunicativo que us- ted, ¿no le parece? Pero Raskolnikof ya no le escuchaba. habría hecho. Pues bien, esta pasión y este entu- siasmo contenidos de la juventud son peligro- sos. Su proposi- ción es de una insolencia imperdonable. El que no lo sepa, no las verá. ¿Es que lo has olvidado...? Se olvida us- ted... -Sí, sí; tiene usted razón -se excusó el es- tudiante-; me he olvidado de algo que no debí olvidar, y estoy verdaderamente avergonzado. Su ideal, en el que pensaba con secreta delicia, era una muchacha pura y pobre (la pobreza era un requisito indispensable), bonita, instruida y noble, que conociera los contratiempos de una vida difícil, pues la práctica del sufrimiento la llevaría a renunciar a su voluntad ante él; y le, miraría durante toda su vida como a un salva- dor, le veneraría, se sometería a él, le admiraría, vería en él el único hombre. -¿Cómo ha tenido usted valor para in- vocar mi testimonio? Éstos obedecieron en el acto y la puerta se cerró tras ellos. Pero ¿eso qué importa? usted no se daba cuenta de lo que hacía. Evidente- mente, otra persona se dirigía al piso cuarto. Algunos de sus compañe- ros juzgaban que los consideraba como niños a los que superaba en cultura y conocimientos y cuyas ideas e intereses eran muy inferiores a los suyos. Por cierto que Rodion Romanovitch entregó veinticinco rublos "para el entierro" a la hija del difunto, joven cuya mala conducta es del do- minio público. -Pero ¿te vas hoy mismo? -Tal vez Lujine no tenía hoy intención de hacerla detener, porque no le interesaba. De súbito, aquellos bracitos delgados como cerillas rodearon el cuello de Raskolnikof fuertemente, muy fuer- temente, y Polenka, apoyando su infantil cabe- cita en el hombro del joven, rompió a llorar, apretándose cada vez más contra él. Supongo que no se te habrá pasado por la cabeza comer solo. Era una citación redactada en la forma corriente, en la que se le indicaba que debía presentarse aquel mismo día, a las nueve y media, en la comisaría del distrito. Parecía no reconocerla. Ahora Sonia suele ve- nir a vernos al atardecer y trae algún dinero a Catalina Ivanovna. Entonces dedujeron que Pestriakof y Koch eran los asesinos de la vieja. -Nastasiuchka, Prascovia Pavlovna nos haría un bien si nos mandara dos botellitas de cerveza. -exclamó Rasumikhine con creciente entusias- mo-, teniendo el elemento principal para poner- lo en práctica, es decir, el dinero? Iba a arrodillarse para rezar, pero, en vez de hacerlo, se echó a reír. Me exige que le pague en seguida. Amalia Feodorovna adquirió una súbita y extraordinaria importancia a los ojos de Cata- lina Ivanovna y el puesto que ocupaba en su estimación se amplió considerablemente, tal vez por el solo motivo de haberse entregado en alma y vida a la organización de la comida de funerales. -preguntó uno de los que habían entrado últimamente, echándose también a reír. Hubiera deseado olvidarlo todo, dormirse, después despertar y empezar una nueva vida. jardín..., probablemente un jardín de recreo. -preguntó el agente, dirigiendo una mirada en torno de él, cuando introdujeron en la pieza a Marmeladof, ensangrentado e inanimado. Sintió miedo y se inclinó hacia delante. -¿Es que no gana usted dinero todos los días? Al ver a Raskolnikof volvió a la realidad y se turbó. Desde la alta ribera se abarca- ba con la vista una gran extensión del país. -¡Decididamente, te has vuelto loco! «Debe de ser un ordenanza. ejecución. Yo he visto cómo le introducía usted disimuladamente ese dinero en el bolsillo. -empezó a decir Pulqueria Alejandrovna estrechando las manos de Rasumikhine. ¿Acaso no tiene tabaco? Sus miradas se cruzaron, y Raskolni- kof, al ver los ojos de su hermana fijos en él, hizo un ademán de impaciencia, incluso de cólera, invitándola a continuar su camino. El policía se volvió. Pues hasta a mí me ha parecido... Bueno, me tengo que marchar. Me parece que era Gogol el escritor que se distinguía por esta misma aptitud. Por otra parte, es lo cierto que ella ha rehabilitado por completo a Dunetchka. Subían la escalera apoyados el uno en el otro e injuriándose. Log in to follow creators, like videos, and view comments. ¿He venido expresamente o estoy agua por obra del azar? Algo nuevo, jamás senti- do y que no habría sabido definir, se había pro- ducido en su interior. -¡Adiós! Otra vez sus labios y su barbilla empe- zaron a temblar. -exclamó, irritado. Lo que más le inquie- taba desde hacía ya tiempo, lo que le llenaba de una intranquilidad exagerada y continua, eran las indagaciones que realizaban tales partidos. De pronto, una serie de círculos rojos em- pezaron a danzar ante sus ojos; las casas, los transeúntes, los malecones, empezaron también a danzar y girar. Yo he intentado hablarle de ti, y ella me ha rogado que me callara. Y Catalina Ivanovna dice que no permanecerá allí ni un día más. Soy un enamorado de las cosas mili- tares, y mis lecturas predilectas son aquellas que se relacionan con la guerra... Verdadera- mente, he equivocado mi carrera. Cogió la botella de champán y la arrojó por la ventana sin contemplaciones. -Sí, tú mismo me lo dejaste entrever. Ya sabes, querido, que él da a veces prue- bas de buenos sentimientos. Cree que la justicia debe reinar en la vida y la reclama... Ni por el martirio se lograr- ía que hiciera nada injusto. Y aunque no estuviera en la cocina, sino en su habitación, ¿tendría la puerta bien cerrada? Se sentó en un rincón oscuro y sucio, ante una pringosa mesa, pidió cerveza y se bebió un va- so con avidez. Era de natural alegre y bondadoso, pero sus desventu- ras y la mala suerte que la perseguía le hacían desear tan furiosamente la paz y el bienestar, que el menor tropiezo la ponía fuera de sí, y entonces, a las esperanzas más brillantes y fantásticas sucedían las maldiciones, y desga- rraba y destruía todo cuanto caía en sus manos, y terminaba por dar cabezadas en las paredes. Por cierto, que Marfa Petrovna conservó toda su vida el cheque que yo había firmado al griego con nombre falso, de modo que si yo hubiera inten- tado sacudirme el yugo, ella me habría hecho enchiquerar. Al regresar a mi casa he conta- do el dinero: Andrés Simonovitch es testigo. Le confieso que sentí gran in- quietud cuando supe... -Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimof que Porfirio estaba inter- rogando a los propietarios de los objetos empe- ñados --exclamó Rasumikhine con una segunda intención evidente. El cul- pable repitió su confesión con tanta energía como claridad, sin embrollar las circunstancias, sin suavizar el horror de su perverso acto, sin alterar la verdad de los hechos, sin olvidar el menor incidente. El soldado arqueó las cejas. Mi hombre, amor mío, no me pegues sin razón. -Le convendría una impresión fuerte que le sacara de sus pensamientos. No te puedo reprochar que nos hayas abandonado, y ni si- quiera juzgaré tu conducta. Todas las formalidades en use se han cumplido del modo más correcto y minucioso. Un poco brusco, eso sí, a pesar de ser un hombre de mundo. Las personas que había en ella iban un poco mejor vestidas que las que el jo- ven acababa de ver. ¿Era posible que un rayo de sol, un bosque umbroso, un fresco riachuelo que corre por el fondo de un valle solitario y desconocido, tuviesen tanto valor para ellos; que soñaran todavía, como se sueña en una amante, en una fuente cristalina vista tal vez. -¿Qué respondió ese profesor de historia universal cuando le interrogaron? Duran...te un año entero a...ca...ricié a. Pero nadie daba muestras de compartir su buen humor. Desde luego, eso. -Permaneceré solo -se dijo de pronto, en tono resuelto-, y ella no vendrá a verme a la cárcel. ¡No sabéis lo hermoso que es su corazón! Lo único que supo hacer fue matar. sino Raskolnikof se había repartido por espacio de seis meses sus escasos recursos, hasta el último kopek, con un compañero necesitado y tuberculoso. Además, ustedes no pueden quedarse en el piso de la patrona. Se ríen. Pero rechazó inmediatamente esta idea. Raskolnikof temblaba de pies a cabeza, y tan violentamente, que Porfirio Petrovitch no pudo menos de notarlo. Además, tú no te das cuenta de una cosa, Sonia. Pero ¿por qué no he apagado ya la vela?». Sacó dinero del bolsillo y lo mostró a un agente. Acaso soy un hombre todavía, no un gusano, y me he precipitado al condenarme. -exclamó Porfirio, empleando de súbito un tono exageradamente familiar. Sus andrajos no atraían mi- radas desdeñosas: allí podía presentarse uno vestido de cualquier modo, sin temor a llamar la atención. mejor-. La vieja la hacía trabajar noche y día. Eran cerca de las nueve cuando llegó a la plaza del Mercado Central. Bueno, basta ya. Bastaba que uno dejara pasar un día después del vencimiento, para que se quedara con el objeto empeñado. El menú, pre- parado en la cocina de Amalia Ivanovna, se componía, además del kutia ritual, de tres o cuatro platos, entre los que no faltaban los po- pulares crêpes. Sin embargo, confío en que no tropezarían ustedes con de- masiadas dificultades. Se quitó la pipa de la bo- ca y se dispuso a ocultarse, pero, al levantarse y apartar la silla, advirtió sin duda que Raskolni- kof le espiaba. Estuvieron así diez minutos. Bien que la socorrieras, que le dieses quince, hasta veinte rublos, con lo que te habr- ían quedado cinco para ti; pero no todo lo que tenías... -A lo mejor, es que me he encontrado un tesoro. Después supe que era usted escritor, incluso un sabio, en el principio de su carrera. Adiós. -Permítame preguntarle -dijo- si usted le habló ayer de una pensión. Usted debería estar por encima de todo eso. Raskolnikof y Lebeziatnikof habían sido de los primeros en llegar, así como el fun- cionario y el gendarme. -¡Ábranme, ábranme! Raskolnikof no perdió una sola palabra de la conversación y se enteró de ciertas cosas: Lisbeth era medio hermana de Alena (tuvieron madres diferentes) y mucho más joven que ella, pues tenía treinta y cinco años. Era demasiado. Creyó ver el mundo entero asolado por una epidemia espantosa y sin precedentes, que se, había declarado en el fondo de Asia y se había abatido sobre Europa. «¿Pero qué me sucede? Estaba rendida y jadeante. ¿En qué día...? Y entonces él mismo vendrá a entregarse y, además, me proporcio- nará los medios de dar a mi sumario un carác- ter matemático. Di: ¿quieres que te lo demuestre? -Yo sé lo que es eso -dijo el funcionario en voz baja a Raskolnikof y Lebeziatnikof-. -En efecto. Usted es un hombre extraño, y yo sólo le he escuchado por curiosidad. Así transcurrió un minu-. De pronto se detuvo y miró a un hombre que desde la otra acera le llamaba con la mano. Pronto volvió a su lado y añadió: -Oye, hace poco he dicho a un insolente que valía menos que tu dedo meñique y que te había invitado a sentarte al lado de mi madre y de mi hermana. Uno se confunde. Pero es incomprensible que hayas llegado a obligarla a retirarte la comida... ¿Y qué decir del pagaré? En toda la ciudad se sabía dónde tenía que leer Marfa Petrovna la carta tal o cual día, y el ve- cindario adquirió la costumbre de reunirse en la casa favorecida, sin excluir aquellas familias que ya habían escuchado la lectura en su pro-. Nada de eso -repuso, mor- tificado, Rasumikhine. La natura- leza es un espejo, el espejo más diáfano, y basta dirigir la vista a él. No to- maba parte en las reuniones, en las polémicas ni en las diversiones de sus condiscípulos. Me gustaría saber si en quince o veinte años me convertiré en un hom- bre tan humilde y resignado que venga a llori-, quear ante toda esa gente que me llama canalla. Teniendo esto en cuenta, un niño podría engañarlos por poco que se lo propusiera. Mire: sus ropas están llenas de desgarrones. Usted sabe muy bien que la mejor táctica que puede seguir un culpable es sujetar- se a la verdad tanto como sea posible..., decla- rar todo aquello que no pueda ocultarse. -Si te pedí ayer que me siguieras es por- que no tengo a nadie más que a ti. ¿Quién la envía? Le molestaba codearse con aque- lla multitud, sí, le molestaba profundamente, pero no por eso dejaba de dirigirse a los lugares donde la muchedumbre era más compacta. Sonia se apresuró a transmitirle las ex- cusas de Piotr Petrovitch, levantando la voz cuanto pudo, a fin de que todos la oyeran, y exagerando las expresiones de respeto de Luji- ne. Es una limpieza que cuesta dinero. -preguntó Raskolnikof con aviesa sonrisa. Dunia y Rasumikhine le seguían la corriente, y ella tal. Estuve aquí dentro. Todo esto le. Has derramado sangre. Al fin, Rasumikhine y Dunia supieron (esta carta, como todas las últimas de Sonia, pareció a Dunia colmada de un terror angustio- so) que Raskolnikof huía de todo el mundo, que sus compañeros de prisión no le querían, que estaba pálido como un muerto y que pasa- ba días enteros sin pronunciar una sola palabra. Por cierto que el casero nos había exigido que la desalojáramos. Atanasio Ivanovitch no se ha negado a prestarle este ser- vicio y ha informado del asunto a Simón Simo- novitch, rogándole le haga entrega de treinta y cinco rublos. -exclamó de pronto Catalina Ivanovna, saliendo de su estu- por y arrojándose sobre Lujine-. Aun-. Si no hablas en francés, ¿cómo sabrá la gente que perteneces a una familia no- ble y que sois niños bien educados y no músi- cos ambulantes? Se instalar- ían en la población donde estuviera Rodia y empezarían todos juntos una vida nueva. Éste segu- ía en el umbral, observándole con la misma atención. Ustedes viven para la ciencia, y los reveses no pueden abatirlos. Preguntemos a los Kapernaumof, a quienes ella entrega la llave cuando se va... Mire, ahí está la señora de. Ha sido sólo un momento de debilidad mental producido por la fiebre.» Y arrancó todo el forro del bolsillo izquierdo del pantalón. Sí, lo he visto entrar. Entonces vio un perro horrible que cruzaba la calzada con el rabo entre piernas. Y ni quiero ni debo equivocarme en la elección. -Bien; pues he venido para un negocillo como aquél -dijo Raskolnikof, un tanto turbado y sorprendido por aquella desconfianza. Me encargaré yo. Le prometió cuanto puedas imaginarte, incluso abandonar a los suyos y marcharse con ella a una ciudad lejana, o al extranjero si lo prefería. Sé que te lo habías pro- curado, que lo habías preparado... Fuiste tú, tú..., ¡infame! Un lúgubre silencio siguió a estas pala- bras. -No hace falta buscar explicaciones. Y no hablemos más de este asunto. Us- ted se presentaría cuando otro se ha acusado del crimen, trastornando profundamente el proceso. Hace lo menos diez meses que este animal no ha galopado. A las nueve en punto llegó Rasumikhine a la pensión Bakaleev. Pero después comprendieron que Sonia no podía escribir de otro modo y que, al fin y al cabo, aquellas cartas les daban una idea clara y precisa de la vida del desgraciado Raskolnikof, pues abundaban en detalles sobre este punto. Quiero mostrarle mis «documentos», por decirlo así. La gente se apiñó en torno de las dos mujeres. Se trataba, por decirlo así, del complejo resultado de diversas influencias: inquietudes, cuidados, ideas, etc. Bien sabes por qué va descalza. Es una simple cuestión de sociología. Un último incidente colmó su mal. -Sí, Dunetchka, ya es hora -dijo Pulque- ria Alejandrovna, aturdida e inquieta-; ya es hora de que nos vayamos. Algunos in- cluso los adoran. Pero yo, como tengo que quedarme aquí, no sé nada. Un portazo. No habría llegado a ser un Napo- león, pero sí a conseguir el grado de comandan-. de hora dando explicaciones. Como no tiene ningún instru- mento de música, está dispuesta a llevarse una cubeta para golpearla a manera de tambor. ¡No crea usted ni una palabra...! »Yo estaba desesperada, pero ¿qué pod- ía hacer? Todos hablaban a la vez. ¡Ah, sí! Una turbación creciente le dominaba, y, al advertirlo, sintió una profunda inquietud.
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